Durante los años de 1791 y de 1792 acaecieron tres sucesos que, a mi modo de ver, agrietaron y terminaron por completo con la confianza que hasta ese entonces el pueblo todavía le prodigaba a la Corona y propiciaron en su corazón los sentimientos regicidas: La fuga a Varènnes, el manifiesto del duque de Brunswick y el descubrimiento del "armario de hierro" que contenía valiosos secretos del Rey.
Todo esto sumado con otros acontecimientos como la matanza del Campo de Marte, la promulgación de la Constitución del 91 y la guerra contra Austria y Prusia dejaron como consecuencia una Monarquía decadente y desprestigiada. Después de todo ello la cabeza del Rey no podía salvarse.
Todo esto sumado con otros acontecimientos como la matanza del Campo de Marte, la promulgación de la Constitución del 91 y la guerra contra Austria y Prusia dejaron como consecuencia una Monarquía decadente y desprestigiada. Después de todo ello la cabeza del Rey no podía salvarse.
EL PROCESO
Las barras de la Asamblea ese 14 de enero de 1793 estaban realmente llenas. Había una gran algarabía y el ambiente era pesado. La discusión acalorada sobre las Preguntas que debían proponerse a la asamblea terminó en que ellas serían:
1- ¿Louis es culpable?
2- ¿El juicio debe ser sometido a la aprobación del pueblo?
3- ¿Cual será la pena a imponer?
Al día siguiente, a eso del mediodía se abrió el escrutinio sobre la primera pregunta con la particularidad de que cada diputado debía explicar su voto. Cinco diputados se declaran impedidos. Otros veinte están ausentes. Ocho se hicieron los enfermos. En fin, 683 responden afirmativamente sobre la culpabilidad de Luis, lo que indicaba una coincidencia de voto entre los Girondinos y los Montagnards.
Vergniaud, vestido de negro, sentencia: "A nombre del pueblo francés, la Convención Nacional declara a Louis Capet culpable de conspiración contra la libertad de la Nación y de atentado contra la seguridad general del estado". La segunda pregunta debe ser contestada seguidamente. La Gironda, que estaba dividida, tenía oportunidad de salvar a Luis XVI de la muerte. Por el contrario los Montagnards cierran filas y se unen sólidamente. Danton, que había vuelto de Bélgica vota como Robespierre, y Marat como Danton. El Centro, influenciado por Barrère y Sieyès, se mostró en contra y gracias a ellos la "apelación al pueblo" es derrotada por 424 contra 283 votos.
El 16 de enero debía darse el último voto. El voto definitivo. Todo París estaba nervioso e impaciente. El día anterior por la noche una suerte de revuelta incendiaria se toma París y produce pánico. Desde la madrugada del 16 una gran multitud de soldados, de obreros sin trabajo y de curiosos se congrega al pie de la Asamblea. Cañoneros se apostan en las puertas de la asamblea con mechas prendidas listos a disparar.
Los corredores están repletos de "Sans-Culottes" que aplauden con emoción a cada diputado de izquierda que van entrando y para chiflar y amedrantar los diputados "tibios".
El diputado Villette, esposo de la pupila de Voltaire es amenazado con un sable para que votara la muerte del "tirano", pero el con más valor que ninguno se para y pronuncia un corto discurso: "¡No! Yo no votaré por la muerte y ustedes no me asesinarán. ¡Ustedes respetarán mi conciencia, la Libertad y la Nación!
Efectivamente, no lo mataron. Arriba en las tribunas se sentía también la pesadez del ambiente. Estaban atiborradas, hiperactivas. En realidad la gente estaba por todos lados, incluso mezclada con lo diputados. La jornada completa se va en discutir sobre el estado de París, los actos ilegales de la Comuna y todas aquellas "nimiedades" que parecían ser argumentadas para esquivar el tema central.
Es ya casi por la noche que Danton hace su aparición: "Yo demando que la Convención se pronuncie sobre la suerte de Louis ¡cuanto antes!" La proposición es votada. Va a abordarse la votación nominal cuando el diputado bretón Lehardy lanza la cuestión sobre la mayoría con la que debe adoptarse la decisión. Lanjuinais afirma que ella debe ser de por lo menos los dos tercios de los asistentes. Danton interviene: "Es por mayoría simple que nos hemos pronunciado sobre la suerte de la Nación, sobre la abolición de la monarquía, sobre la conveniencia de la guerra, y ustedes quieren ahora, para decidir sobre la suerte de un simple ciudadano, de un conspirador, ¿adoptar unas mayorías diferentes? ¡Debemos pronunciarnos por simple mayoría! Lanjuinais responde que la razón para adoptar mayorías diferentes es sencilla: La Convención se erigió como Tribunal y por eso debe adoptar las formas judiciales.
Este llamado es derrotado otra vez por los Girondinos y los Montagnards: la mayoría simple será suficiente para tomar cualquier decisión.
A las ocho de la noche empiezan a llamarse los diputados para que expresen su voto. ¡Uno tras otro, los cerca de 700 diputados van a expresar en la tribuna públicamente su voto!
Le corresponde a la Alta Garonne el "honor" de ser el primer departamento en desfilar. Jean-Baptiste Mailhe pasa a la tribuna: "Yo voto por la muerte", dice él sin inmutarse. Pero añade: "Si la muerte es la opinión mayoritaria creo que sería digno de la Convención Nacional examinar si sería útil retardar la ejecución".
La cuestión del plazo para la ejecución es planteada con algo de retardo y no servirá sino para facilitar la postura de los temerosos que votarán ahora la muerte haciéndose los que creían que la ejecución no se iba a llevar a cabo. La votación continúa. Unos opinan que debe imponerse el destierro y los otros la muerte. La sala espera con ansiedad el voto de la Gironda pues es de ellos que depende la sentencia.
Llegó el turno a Vergniaud: "¡No es permitido dudar sobre la pena a imponer! ¡La Ley habla! ¡Es la muerte! Pero pronunciando esa palabra terrible e inquieto sobre la suerte de mi patria por los graves peligros que amenazan la libertad y por toda la sangre que puede verterse, yo expreso lo mismo que Mailhe y demando que esto sea sometido a la deliberación de la Asamblea". ¡El mejor de los Girondinos, el más desinteresado, el más alto intelectual de su partido ha condenado a Luis XVI! Los miembros de su partido siguen su ejemplo. Ellos, en el fondo de sus corazones, no creen en la culpabilidad de Louis, pero por el puro miedo a la impopularidad lo condenan. Algunos otros diputados como Louvet y Brissot votan la muerte aclarando que "la sentencia no podrá ejecutarse sino después de que el pueblo francés haya aceptado la nueva Constitución". Los demás familiares de la Señora Roland, sin excepción votan por la muerte. Otros se pronuncian por el arresto hasta que haya paz. Condorcet vota por "la más fuerte pena que no sea la muerte". A las 4 de la mañana todos están cansados, extendidos sobre sus sillas, algunos somnolientos peleando sin ánimo con el sueño.
Cuando Robespierre es llamado la multitud escucha su discurso ardiente que termina con la sentencia: "Yo voto por la muerte". Danton le sigue: "No se negocia con los tiranos. A ellos se les debe golpear solamente en la cabeza... ¡Yo voto por la muerte del tirano!" Barère y Sieyès lo imitan. Marat, Collot d’Herbois, Billaud-Varenne y otros votan por la muerte "¡dentro de las próximas 24 horas!"
Camilo Desmoulins expresa su voto así: "Yo voto por la muerte, por el honor de la Convención".
Felipe Igualdad es llamado. El había dicho que se declararía impedido por sus nexos de sangre con Luis. El podía hacerlo incluso con la aprobación de sus compañeros de la Montagne. Pero le da miedo. Sube la pequeña escalera de la tribuna y lee un papel nerviosamente: "Unicamente preocupado por mi deber, convencido de que todos aquellos que han atentado o atentarán contra la soberanía del pueblo, merecen la muerte, yo voto por la muerte." Su frase es seguida de un murmullo de horror. Ningún Montagnard aplaude. La expresión de la mayoría es más bien de desprecio.
Amanece y la votación prosigue lentamente. Se oyen voces de todas las características. Arrepentidas, débiles, fuertes, irreverentes, violentas, cobardes, inocentes, temblorosas... La votación sigue aun todo el día y ¡hasta hubo un momento en que parecía que la sentencia de muerte iba a ser derrotada por la de reclusión! La votación es cerrada solamente a las 8 de la noche. Cuando el escrutinio se va a realizar, Vergniaud retoma la presidencia y comunica el recibo de dos cartas: Una del Ministro de Relaciones Exteriores y la otra de los defensores de Luis. La primera contiene una comunicación del embajador de España, Ocariz, en donde ofrece el reconocimiento de la república por España y su mediación ante todos los otros estados, si la vida de Luis XVI es respetada.
Danton, con desprecio, propone seguir con el orden del día y Louvet lo interrumpe recordándole "¡Usted aun no es rey!". Enseguida se lee la carta de los defensores del Rey, que no aporta mayores argumentos. El resultado del conteo de los votos se va a conocer.
Es a Vergniaud a quien le corresponde notificar la decisión: "La mayoría absoluta es de 361 votos, en razón a los diputados ausentes y los declarados impedidos. ¡366 han votado por la muerte! Declaro, pues, a nombre de la Convención Nacional, que la pena adoptada por ella contra Luis Capeto es la muerte."
Louis, es condenado, de esa manera, por una mayoría de apenas 5 votos, lo que quiere decir que muy seguramente, si la votación se hubiere realizado en otras condiciones, Luis hubiera sido condenado máximo a la pena de destierro.
Los defensores de Luis son admitidos seguidamente para que expresen sus opiniones. De Sèze lee una declaración redactada por Luis en el Temple y que tiene fecha del 16 de enero: "Yo debo a mi familia y a mi honor no suscribir un juicio que me inculpa un crimen que no tengo que reprocharme. En consecuencia declaro que apelo a la Nación misma la decisión de sus representantes." De Sèze retoma la palabra para corroborar lo dicho en la misiva y recordar a la Asamblea que es su deber discutir y no despreciar el recurso del condenado pues así lo requiere el Derecho Natural, máxime cuando la decisión fue adoptada con una mayoría tan débil. Tronchet, el otro defensor de Luis, recuerda que en materia criminal la condena exige una mayoría de los dos tercios. Malesherbes, ensaya también tomar la palabra para defender a Luis. Tiembla de emoción, su voz falla. Termina por pedir que lo dejen hablar al día siguiente hacer algunas observaciones.
Cuando los tres abogados defensores de Luis se retiran, la Asamblea discute sobre sus propuestas. Robespierre las ataca con pasión: "La sentencia adoptada es irrevocable. Louis no ha sido condenado por venganza sino para ¡dar un gran ejemplo al mundo y para reafirmar la Libertad francesa!"
Completamente exausta la Asamblea cierra su sesión de treinta y siete horas. En las calles el rumor corrió como polvorín. Muchos lloraban y se arrodillaban al conocer la condena. ¡París volvía a arder por enésima vez! El 18 de enero Malesherbes y sus otros dos colegas van a contarle a Luis la mala nueva. Luis se derriba ante tamaña noticia, pero sus amigos tratan de consolarlo: "Señor, la esperanza no está perdida. Se va a deliberar sobre el plazo de la ejecución."
"No, no, les responde el antiguo Soberano, ¡no hay más esperanza! ¡Estoy presto a morir por mi pueblo! Quiera Dios que ello lo salve de los horrores que yo presiento sobre él." Y después de que Malesherbes le advierte que conmilitones radicales han jurado salvarlo, Luis le deja en claro: "¡Yo no los perdonaré si una gota de sangre es derramada por mi!"
Ese día y el siguiente, en efecto, se debate sobre el plazo de la ejecución en la Asamblea. Thallien, Couton y Robespierre reclaman la muerte inmediata. La Réveillère-Lepaux, pide, con valor, un plazo para la ejecución. Manuel, "descorazonado" por la actitud de la Asamblea, renuncia a su investidura. Louvet y Buzot insisten en que nada debe hacerse precipitadamente. Barbaroux exige a la Convención obrar "sin piedad".
La Convención duda, pero al final aprueba la ejecución dentro de las 24 horas siguientes a la notificación del condenado.
EL DIA SEÑALADO
El 20 de enero, Garat, Ministro de Justicia, Lebrun, Ministro de Relaciones Exteriores, y Grouvelle, Secretario del Consejo Ejecutivo, se dirigen a la torre donde se encuentra Luis Capeto para notificar la decisión de la Asamblea. Allí se encuentran con el Alcalde de París, varios magistrados municipales y Santerre. Garat toma la palabra y conmovido se dirige al Rey: "Luis, la Convención ha encargado al Consejo Ejecutivo de notificarle su decreto." Grouvelle, lee la sentencia. Luis escucha en profundo silencio y entrega a Garat una carta donde pide un plazo de tres días para prepararse, para ver a su familia y pedir a su amigo el abate Edgeworth de Firmont, que lo acompañe en sus postrimerías. La Convención llega al colmo de ¡negar el pequeño plazo suplicado por su antiguo rey! En cambio, accede a sus otras peticiones. El mismo Garat lleva al abate Edgeworth ante Luis. A las seis de la tarde el cura entra en los aposentos del Rey. Luis habla un poco y le lee su testamento. Luego le pide pasar con el al gabinete vecino para entrevistarse con su familia. Marie Antoinette entra, llevando a su hijo de la mano. Con ella vienen la Señora Elizabeth y la Señora Royale. Todos lloran. Es el momento más doloroso de la familia real. El momento culminante en donde se miran como humanos, despojados de toda vanidad, de todo título, de todo protocolo. Ellos nada saben aun, pero temen lo peor. Luis se sienta al lado de la reina y de su hermana. Su hija se sienta frente a él con el niño entre sus piernas. El rey les informa en voz baja y pesarosa la terrible noticia. María Antonieta, que tanto desdeño había sentido por el Rey desde hacía mucho tiempo, se entrega a él. Ella es vencida por una resignación y una bondad que rayan con el heroismo. Ella lo admira, ella lo venera, ella lo ama absolutamente. El hombre ha desaparecido para ella y no ve en él sino el mártir y el santo. Tomando las manos de su hijo, el rey lo hace jurar que nunca jamás pensará, siquiera, vengar su muerte. Después el lo bendice y bendice también a su hija. El rey llora con ellos, mezclando sus lagrimas durante una hora y media. Cuando ya es hora de despedirse la reina le suplica dejarle pasar la noche junto a el pero el delicadamente le dice que es necesario estar sólo, consigo mismo. Luego se para y los conduce a la puerta. La reina trata de forcejear para quedarse y el le asegura: "Los veré mañana a las ocho de la mañana en punto". "¿Por qué no a las siete?", replica la reina. "Muy bien, entonces a la siete... Adios", concluye el Rey. El llanto de toda su familia se convierte en gritos de dolor. El los besa de nuevo y los empuja hacia afuera. Inmediatamente, se vuelve a ver con el abate. Luis unicamente logra decir: "¡Solo eso faltaba! ¡Que en estos momentos sea yo tiernamente amado y ame a los míos tiernamente!".
El abate había mandado traer todo lo necesario para la misa y se queda con Luis hasta las 12 y media de la noche. Cuando va a acostarse pide encarecidamente a su acompañante Cléry que lo levante a las cinco de la mañana. Esa noche el Rey duerme profundamente. Al otro día, efectivamente, es despertado por Cléry quien después de vestirlo y peinarlo sirve de sacristán para la misa que el abate Edgeworth brinda en su nombre. Luis la oye de rodillas y comulga. Agradece, después a Cléry y le encarga de decir a su familia que tomó la decisión de no verlos para evitarles un dolor más profundo que el del día anterior. También le pide entregarle un cofre con el cabello de toda su familia. A las ocho de la mañana llega Santerre, junto con varios gendarmes y comisarios de la Comuna. "¿Ustedes vienes a buscarme?", interroga el Rey. "Sí", responde Santerre. El Rey pide un minuto, saca su testamento y pide a un comisario entregarlo a "la Reina". Después de darse cuenta corrige: "¡mejor a mi esposa!" Con un gesto inhumano, el comisario Jacques Roux, le responde que ¡el no estaba allí "para hacerle mandados sino para llevarlo a la guillotina"! Otro comisario coge el testamento para entregárselo no a la reina sino a la Comuna. El Rey se compone, se coloca el sombrero y parte para su recorrido hacia la muerte. Hacia las diez de la mañana aquella brumosa el carruaje llega a la Plaza de la Revolución. A la derecha, mirando el Sena y en un espacio enmarcado de cañones y de soldados montados a caballo, sobre un pedestal en el cual se erigía antes la estatua de Luis XV, se levantaba lúgubre la Guillotina. La Plaza estaba repleta de soldados y la gente había sido bien alejada del sitio de la ejecución. Se oía sólo un murmullo despiadado.
Inmediatamente después, a la orden de Santerre, los tambores empiezan a ensordecer con su ruido fatídico. El verdugo Samson, va por él al carruaje, pero Luis bajó sólo cuando terminó su oración. Cuando llegó al sitio donde estaba la guilotina se arrodilló al lado del cura y recibió su última bendición. Los ayudantes de Samson intentaron, seguidamente, amarrarle las manos, pero el Rey, indignado, los rechazó diciendo que eso no lo permitiría jamás. Los verdugos estaban prestos a usar la fuerza, pero el abate Edgeworth aconsejó a Luis: "Haga este sacrificio, señor. Este nuevo ultraje es un nuevo trazo de similitud entre su majestad y Dios." Efectivamente, los verdugos ataron sus manos atrás con un pañuelo y, además, cortaron sus cabellos. Apoyado en el abate sube hasta la guillotina y en el último minuto Luis se desvía y camina hacia el borde de la plataforma en dirección de Tuilleries, haciendo callar los tambores con sus gritos. "¡Franceses, yo soy inocente, yo perdono a los autores de mi muerte, yo ruego a Dios para que mi sangre vertida no caiga jamás sobre Francia! Y ustedes, pueblo infortunado... En ese momento Beaufranchet, el ayudante general de Santerre, se precipita a caballo sobre los tamboreros y les da la orden de tocar. El Rey intenta callarlos, dando golpes con su pie sobre la tarima, pero ya nadie le oye. Los cuatro verdugos, a la fuerza, lo tumban sobre la plancha de la guillotina. El rey se resiste, grita. La cuchilla baja con rapidez extraordinaria y corta su cabeza chispeando de sangre al abate. Samson coge la cabeza por los cabellos y ¡la muestra al pueblo!
Los federados, los fanáticos, los furiosos radicales, suben a la tarima y ¡mojan sus sables, sus pañuelos, sus cuchillos y sus manos con la sangre del rey! Gritan "¡viva la nación!", "¡viva la república!", pero casi nadie les responde. El verdadero pueblo enmudece, palidece, queda estupefacto. Una leyenda famosa en Francia asegura que el abate le dio el adiós al rey gritándole: "¡Hijo de San Luis, suba al cielo!" El pueblo se dispersa lentamente. Con estupor. Con incertidumbre. Con un sentimiento tan contradictorio como la misma duda. La sensación es de desasosiego, incertidumbre, malestar en el alma...
No era para menos: La revolución se apresuraba a devorar la sangre de sus más hermosos hijos.
© Copyrigth 1997
El 20 de enero, Garat, Ministro de Justicia, Lebrun, Ministro de Relaciones Exteriores, y Grouvelle, Secretario del Consejo Ejecutivo, se dirigen a la torre donde se encuentra Luis Capeto para notificar la decisión de la Asamblea. Allí se encuentran con el Alcalde de París, varios magistrados municipales y Santerre. Garat toma la palabra y conmovido se dirige al Rey: "Luis, la Convención ha encargado al Consejo Ejecutivo de notificarle su decreto." Grouvelle, lee la sentencia. Luis escucha en profundo silencio y entrega a Garat una carta donde pide un plazo de tres días para prepararse, para ver a su familia y pedir a su amigo el abate Edgeworth de Firmont, que lo acompañe en sus postrimerías. La Convención llega al colmo de ¡negar el pequeño plazo suplicado por su antiguo rey! En cambio, accede a sus otras peticiones. El mismo Garat lleva al abate Edgeworth ante Luis. A las seis de la tarde el cura entra en los aposentos del Rey. Luis habla un poco y le lee su testamento. Luego le pide pasar con el al gabinete vecino para entrevistarse con su familia. Marie Antoinette entra, llevando a su hijo de la mano. Con ella vienen la Señora Elizabeth y la Señora Royale. Todos lloran. Es el momento más doloroso de la familia real. El momento culminante en donde se miran como humanos, despojados de toda vanidad, de todo título, de todo protocolo. Ellos nada saben aun, pero temen lo peor. Luis se sienta al lado de la reina y de su hermana. Su hija se sienta frente a él con el niño entre sus piernas. El rey les informa en voz baja y pesarosa la terrible noticia. María Antonieta, que tanto desdeño había sentido por el Rey desde hacía mucho tiempo, se entrega a él. Ella es vencida por una resignación y una bondad que rayan con el heroismo. Ella lo admira, ella lo venera, ella lo ama absolutamente. El hombre ha desaparecido para ella y no ve en él sino el mártir y el santo. Tomando las manos de su hijo, el rey lo hace jurar que nunca jamás pensará, siquiera, vengar su muerte. Después el lo bendice y bendice también a su hija. El rey llora con ellos, mezclando sus lagrimas durante una hora y media. Cuando ya es hora de despedirse la reina le suplica dejarle pasar la noche junto a el pero el delicadamente le dice que es necesario estar sólo, consigo mismo. Luego se para y los conduce a la puerta. La reina trata de forcejear para quedarse y el le asegura: "Los veré mañana a las ocho de la mañana en punto". "¿Por qué no a las siete?", replica la reina. "Muy bien, entonces a la siete... Adios", concluye el Rey. El llanto de toda su familia se convierte en gritos de dolor. El los besa de nuevo y los empuja hacia afuera. Inmediatamente, se vuelve a ver con el abate. Luis unicamente logra decir: "¡Solo eso faltaba! ¡Que en estos momentos sea yo tiernamente amado y ame a los míos tiernamente!".
El abate había mandado traer todo lo necesario para la misa y se queda con Luis hasta las 12 y media de la noche. Cuando va a acostarse pide encarecidamente a su acompañante Cléry que lo levante a las cinco de la mañana. Esa noche el Rey duerme profundamente. Al otro día, efectivamente, es despertado por Cléry quien después de vestirlo y peinarlo sirve de sacristán para la misa que el abate Edgeworth brinda en su nombre. Luis la oye de rodillas y comulga. Agradece, después a Cléry y le encarga de decir a su familia que tomó la decisión de no verlos para evitarles un dolor más profundo que el del día anterior. También le pide entregarle un cofre con el cabello de toda su familia. A las ocho de la mañana llega Santerre, junto con varios gendarmes y comisarios de la Comuna. "¿Ustedes vienes a buscarme?", interroga el Rey. "Sí", responde Santerre. El Rey pide un minuto, saca su testamento y pide a un comisario entregarlo a "la Reina". Después de darse cuenta corrige: "¡mejor a mi esposa!" Con un gesto inhumano, el comisario Jacques Roux, le responde que ¡el no estaba allí "para hacerle mandados sino para llevarlo a la guillotina"! Otro comisario coge el testamento para entregárselo no a la reina sino a la Comuna. El Rey se compone, se coloca el sombrero y parte para su recorrido hacia la muerte. Hacia las diez de la mañana aquella brumosa el carruaje llega a la Plaza de la Revolución. A la derecha, mirando el Sena y en un espacio enmarcado de cañones y de soldados montados a caballo, sobre un pedestal en el cual se erigía antes la estatua de Luis XV, se levantaba lúgubre la Guillotina. La Plaza estaba repleta de soldados y la gente había sido bien alejada del sitio de la ejecución. Se oía sólo un murmullo despiadado.
Inmediatamente después, a la orden de Santerre, los tambores empiezan a ensordecer con su ruido fatídico. El verdugo Samson, va por él al carruaje, pero Luis bajó sólo cuando terminó su oración. Cuando llegó al sitio donde estaba la guilotina se arrodilló al lado del cura y recibió su última bendición. Los ayudantes de Samson intentaron, seguidamente, amarrarle las manos, pero el Rey, indignado, los rechazó diciendo que eso no lo permitiría jamás. Los verdugos estaban prestos a usar la fuerza, pero el abate Edgeworth aconsejó a Luis: "Haga este sacrificio, señor. Este nuevo ultraje es un nuevo trazo de similitud entre su majestad y Dios." Efectivamente, los verdugos ataron sus manos atrás con un pañuelo y, además, cortaron sus cabellos. Apoyado en el abate sube hasta la guillotina y en el último minuto Luis se desvía y camina hacia el borde de la plataforma en dirección de Tuilleries, haciendo callar los tambores con sus gritos. "¡Franceses, yo soy inocente, yo perdono a los autores de mi muerte, yo ruego a Dios para que mi sangre vertida no caiga jamás sobre Francia! Y ustedes, pueblo infortunado... En ese momento Beaufranchet, el ayudante general de Santerre, se precipita a caballo sobre los tamboreros y les da la orden de tocar. El Rey intenta callarlos, dando golpes con su pie sobre la tarima, pero ya nadie le oye. Los cuatro verdugos, a la fuerza, lo tumban sobre la plancha de la guillotina. El rey se resiste, grita. La cuchilla baja con rapidez extraordinaria y corta su cabeza chispeando de sangre al abate. Samson coge la cabeza por los cabellos y ¡la muestra al pueblo!
Los federados, los fanáticos, los furiosos radicales, suben a la tarima y ¡mojan sus sables, sus pañuelos, sus cuchillos y sus manos con la sangre del rey! Gritan "¡viva la nación!", "¡viva la república!", pero casi nadie les responde. El verdadero pueblo enmudece, palidece, queda estupefacto. Una leyenda famosa en Francia asegura que el abate le dio el adiós al rey gritándole: "¡Hijo de San Luis, suba al cielo!" El pueblo se dispersa lentamente. Con estupor. Con incertidumbre. Con un sentimiento tan contradictorio como la misma duda. La sensación es de desasosiego, incertidumbre, malestar en el alma...
No era para menos: La revolución se apresuraba a devorar la sangre de sus más hermosos hijos.
© Copyrigth 1997